Un
día me senté a releer todo lo que he escrito sobre política. Desde Crónica de una Venezuela heroica, pasando por Venezuela polifacética hasta País en construcción. Lo he releído muchísimas veces y todavía me sigo preguntando
porqué mi voz se ha ido desvaneciendo con el transcurrir del tiempo mientras la
situación del país se agrava con cada minuto que pasa. Me he preguntado con
total seriedad porqué mis palabras se han convertido en un simple eco y porqué
mi reflexión se quedó muda, incapaz de transformarse en una acción real. Mi respuesta:
estoy cansada.
Con
cada día que pasa el país pierde brillo ante mis ojos, con cada día que pasa me
decepciono más de mi entorno; cuando me subo al metro y nadie se levanta para
cederle el puesto a quien más lo necesita, cuando tropiezo accidentalmente con
alguien y recibo una mirada furibunda, cuando debo levantarme a las seis de la
mañana un domingo para hacer una cola de hora y media e intentar conseguir
comida… cada vez que salgo a la calle, me veo reflejada en un otro deformado y
solo siento repugnancia.
Lo
cierto es que todos los valores que he cultivado a lo largo de mi vida hoy
colisionan con un mundo degenerado, enfermo, grotesco. La necesidad es nuestro
himno matutino, la desconfianza nuestro escudo y el egoísmo nuestra bandera.
Tenía
pensado escribir, desde hace un tiempo, alguna especulación sobre el
significado de las últimas elecciones. No obstante, el día a día se me viene
encima y pienso que mientras nos encerramos en la idea de haber avanzado hacia
el fin del despotismo... el venezolano se va deshumanizando, movido por el
hambre y el miedo.
Todos
hablan sobre inseguridad, inflación, corrupción, desabastecimiento... como grandes
entendidos. Debaten sobre la situación actual del país desde la óptica
económica y política, aderezando la discusión con ejemplos y citas históricas,
al tiempo que desvalorizan la implicación de tales sucesos. Es muy sencillo
pensar en las posibilidades de una nueva devaluación o indagar qué tan
diplomática es la actuación de determinado mandatario; pero nadie se pregunta qué
tipo de actitud tiene con los demás.
Es
completamente natural estar interesado en la política y en la economía. Es
natural preocuparse porque a fin de cuentas nuestra vida diaria se ve condicionada
por cada miserable decisión que toma el gobierno. Ahora pregunto, ¿es natural
enfocarnos en lo malo y bueno que hacen los demás y no preocuparnos ni un ápice
por lo que hacemos nosotros? Que sencillo es golpear, gritar y desdeñar a otra persona
–que posiblemente también golpea, grita y desdeña– cuando existe la excusa de
que todo en el país está terriblemente mal y no se puede esperar que
reaccionemos de otra manera.
Realmente,
¿en qué nos estamos convirtiendo? O tal vez la pregunta correcta es: ¿en qué
nos convertimos?
He
escuchado muchísimos discursos sobre la hermandad venezolana, el amor por la
patria y la esperanza de un futuro prometedor. Estoy cansada de escuchar que
podemos ser el mejor país del mundo a causa de la enorme reserva petrolera y
los paisajes idílicos que poseemos; porque francamente, ¿quién puede, en estas
circunstancias, sentir que tenemos potencial para algo real?
Si
lo siente, entonces vive en una realidad muy distinta a la mía.
Resulta
tremendamente cómodo relatar las maravillas que tiene Venezuela, como si fuese
un proyecto a futuro. Y en eso hemos acabado: un eterno proyecto a futuro. Es consolador
creer que estamos haciendo algo al preocuparnos por lo que dicen o hacen los
funcionarios públicos, pero… el país también se construye con la amabilidad, el
esfuerzo y la conciencia de sus habitantes. La nación tiene que significar algo
más que una porción de territorio con potencial a futuro.
Tengo
derecho a conseguir lo que necesite, tengo derecho a pedir que el gobierno haga
más de lo que hace y me garantice una vida digna. Sin embargo, también tengo el
deber de respetar la individualidad de mis compatriotas; tengo el derecho de
ser parte de una colectividad cuando adquiero la responsabilidad por ella. No
puedo esperar que las condiciones sean mejores para comportarme mejor; no tiene
lógica ser bueno dependiendo de las circunstancias porque la bondad emana del
interior del hombre.
El
país que tenemos es un rompecabezas con piezas desgastadas: una economía en
declive, una política antidemocrática y un venezolano cada vez más necesitado,
desconfiado y egoísta. La vida se ha convertido en un espiral infinito, en un
torbellino de preocupaciones y tristezas innumerables. Contemplamos resignadamente
la pequeña parte de país que nos toca, una vez a la semana por número de
cédula. Hoy la pobreza trasciende el bolsillo, se nos ha arraigado en el alma.
Los
políticos, independientemente de su ideología, tienen una intención: moldear al
país con los materiales dispuestos. Hay que preguntarnos, ¿qué tipo de material
les estamos dejando? Somos nosotros quienes decidimos si subyugar nuestros
corazones al conformismo o nos rebelamos, inclusive discretamente a través de
leves gestos de educación. No se trata de hacer oídos sordos a la realidad que
vivimos, se trata de no ser definidos por sus defectos.
La
fragmentación del individuo se produce cuando sus valores no corresponden a la
realidad vigente; creemos cosas que nuestro entorno no pone en práctica y en
consecuencias adoptamos a una conducta patética, errática y mezquina. Nos estamos
convirtiendo en nuestra peor versión posible y la vía de la enajenación solo
conduce al autorechazo.
El
día de mañana, antes de preguntarte qué está haciendo el gobierno con el país,
pregúntate qué estás haciendo tú contigo mismo; si no podemos aceptar que otros
destruyan el país, ¿por qué habríamos de aceptar alienarnos a una conducta autodestructiva?
Nunca decidimos las condiciones en las que vivimos, pero sí elegimos cómo
actuar frente a ellas.
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