Me gusta la comedia de Molière. Una de las cosas
maravillosas que tiene es que presenta personajes muy comunes, muy simples, muy
divertidos. La trama de El enfermo
imaginario es igual que la de Tartufo,
no tiene complicación alguna: hay un protagonista egoísta ensimismado en su
propia fantasía. Aunque la fecha de publicación distancia a
Tartufo de El enfermo imaginario con, por lo menos, diez años no significa que
su esencia sea muy distinta. Lo cierto es que en ambas tratamos con dos
impostores (Argan; Tartufo), quienes son fácilmente comparables al Sol de un
microsistema donde los planetas rotan en torno a él.
La temática de ambas
comedias despierta la polémica porque acusa jocosamente a dos partes de la
sociedad francesa del siglo XVII: los médicos y los –falsos– devotos. Curiosa
coincidencia: se trata de las entidades que, en teoría, se ocupan de preservar
la integridad del ser humano: el cuerpo y el espíritu, respectivamente.
Como soy parte de una
familia dedicada a la medicina y mis padres me heredaron una ambigua devoción
católica, no profundizaré demasiado al respecto sobre cuánta hipocresía exigen
ambos oficios; para mí, lo más destacable de Tartufo y Argán no es su capacidad
de fingimiento sino el efecto que producen en quienes los circundan.
El impostor aviva la llama
de ambición en los demás, les incita a la rebeldía y llama al desastre. Una
esposa que toma las riendas de la casa, una hija que le hace ojos a cualquier
mozo… Hay ciertos tintes caóticos que se encauzan bajo el flujo de una sola
conciencia: la servidumbre. Son Dorina y Antonia quienes se llevan los aplausos
finales porque son magistrales. No solo poseen una lengua afilada, son más
astutas que todos los letrados que aparecen en escena; infinitamente más
interesantes que las fugaces relaciones amorosas de las hijas de Orgón y Argán.
Hay que tener mucho descaro
para admitir en escena que los señores de la casa no valen ni el escaso dinero
con el cual pagan los servicios. Y ese es uno de los motivos que le permiten a Molière
resguardar su puesto entre los clásicos de la literatura.
No obstante, probablemente la
razón concreta por la cual las comedias de Jean-Baptiste Poqueline siguen
leyéndose hoy en día se deba a la calidad de sus personajes, a pesar de su vileza
y escasa densidad. Cualquiera de nosotros puede ser Argán u Orgón; cualquiera
de nosotros puede desear ser Tartufo o Purgón; cualquiera de nosotros podría
ser cualquier cosa, incluso un pobre diablo ingenuo.
Todos queremos engañar, no
ser engañados; pero en el proceso podemos darnos cuenta que con frecuencia la
gente nos engaña a nosotros.
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