jueves, 27 de abril de 2017

No más dictadura

Sabes que quedándote en casa no haces nada. Pero también sabes que eso de salir a la calle no va contigo y que por más que la situación se haya tornado insoportable tú, sí, tú, piensas siempre en lo peor, en las consecuencias y tú, sí, tú, no quieres causarle ese dolor a tu familia.

Que se enteren de tu muerte por redes sociales, que se queden esperando que vuelvas de la marcha. Hambriento, sediento, coñaceado pero vivo.

Temes al dolor, a las multitudes, a todo lo que una marcha implica. Aún así encuentras la manera de sufrir, porque la situación no puede ignorarse, porque necesitas saber que está pasando. Entonces empieza, las imágenes, las películas, las fotografías, los vídeos, todo lo que te recuerde a represión, a guerra, a muerte, a dolor… y las luces te hacen doler la cabeza, y un hormigueo se apodera de tus manos, y algo te hace doler el pecho, se te hace un nudo en la garganta y sientes que vas a llorar de la impotencia. Pero, ¿qué queda para el que no sale a luchar?

No soy una persona política, me considero apolítico y no le veo sentido a cambiar la cara del sistema, no le veo sentido a marchar para que todo el sacrificio termine en vano.

Que la muerte de ese muchacho, como las de los de años anteriores, como las de todos los días en este maldito país, termine olvidada. Que haya muerto por nada, eso es lo aterrador.
El que se queda en casa carga con esa muerte, porque siente la necesidad de hacer algo, de luchar a su propio modo. Para mí. No es solo lo político es todo. Pero es indudable e innegable que este gobierno no da para más. Que nos morimos, de hambre, por falta de medicinas, por falta de seguridad. Es un gobierno que ampara al hampa y desampara al ciudadano. Me pregunto, ¿es así en Cuba, en China, en Korea del norte o cualquier país que se haga llamar comunista o gobierno popular?

Yo no salgo a la calle, yo no sigo a la oposición (pero opositor soy), me quedo en casa y veo las noticias de vez en cuando. Pero la situación, la crisis, se pueder ver con solo abrir la nevera, con mirar por la ventana e incluso con verse en el espejo.

Somos unos condenados a muerte. El crimen fue querer una vida mejor. En el 98, en el 99, ahora… El crimen fue tener esperanzas y no escuchar las advertencias. Aquí estamos y quienes pagan en verdad son las nuevas generaciones. Las que, verdaderamente, no conocen otro gobierno. A las que les cercenaron las alas al nacer, a los que no emprenden, sobreviven.

Yo no salgo a la calle, yo no apoyo a la oposición (pero opositor soy), me quedo en casa y veo las noticias de vez en cuando. Pero creo que es mi deber, y una necesidad, hablarlo, darlo a conocer al menos a una o dos personas, quizás a nadie. Pero lo habré hecho, lo habré intentado a mi manera. Porque yo no salgo, escribo. Escribo por necesidad, porque mi voz no sale con el nudo que tengo en la garganta, pero puedo escribir aunque me tiemblen las manos.

Espero que las muertes, que ese muchacho, no terminen en el olvido y que más que convertirse en mártires, porque mártires no hacen falta, sirvan para que no desistan los que salen a la calle, que sirva para perturbar el sueño de quienes torturan a su país, de los que dejan morir a quienes los escogieron.

Yo escribo porque lo necesito, porque esto debe saberse y porque ya no puedo conmigo y esta situación. Deseo asistir a clases para poder graduarme pero tengo que ponerlo en la balanza, solo con insistencia, tal vez, se pueda sacar a estos menos que mediocres.

Asistir a clases es extraño, vas y te preguntas si podrás volver a casa, te preguntas que haces allí sentado en un pupitre mirando con ojos de cabra degollada al profesor mientras otros planean el siguiente movimiento. Quedarte en casa también es extraño, es estar sentado frente al monitor sin poderte convencer de hacer algo de la universidad, sin querer hacer nada porque no puedes dejar de pensar que algo está por pasar, porque sabes que hay personas siendo apaleadas, jóvenes como tú, sí, tú, recibiendo perdigonazos y bombas lacrimógenas, que hay inocentes sufriendo lo mismo solo por estar cerca del sitio.

Escribo desde la incertidumbre. Desde el deseo de que haya paz y no solo victoria. En el ecuador no hay primavera.

(Hace varias noches una voz irrumpió en el silencio de la noche, aquí donde nada sucede, y gritó “no más dictadura”. Fue un gritó que inundó súbitamente todo y que cargó el aire con la necesidad de salir de esto.)

Cara de quesillo

<<Si nos van a seguir robando
Al menos cámbienos los ladrones>>
Desorden Público

A mí nunca me gustó el quesillo. En una casa ajena, la hora del postre es siempre la misma escena: el cafecito, la pregunta “¿quieres quesillo?” y mi respuesta: una cara feliz, incómoda, cándida y negativa a la vez. Yo sé que nadie me ofrece quesillo a maldad y no espero que todo el mundo sepa que no me gusta, por eso contesto con mi cara que agradece la amabilidad pero repudia el postre que me sabe a podrido. Cada vez que me preguntan qué pienso de la situación de mi país, recurro a “la cara del quesillo”.

La oposición venezolana, civiles y figuras políticas, me parece como una pista de carritos chocones: cada uno en una dirección sin sentido que hace que choque con los demás. Nadie está de acuerdo. Mientras unos quieren sangre, otros quieren dialogo. Algunos afirman que hay traidores, algunos forman santuarios con todas sus figuras bien ordenaditas. Pero si en algo están de acuerdo todos es que están jugando el mismo juego: quieren a este gobierno fuera.

Los invito a considerar mi perspectiva: este gobierno lleva 19 años, el total de mi vida. El otro día con mi papá tratábamos de calcular qué presidente estaba en el poder en Estados Unidos cuando el Muro de Berlín cayó, y lo que más me sorprendió fue la cantidad de dirigentes que tuvimos que pasar porque no lo encontrábamos. En los 28 años que duró el Muro, hubo seis presidentes. Me di cuenta que había olvidado que eso es lo que pasa en un país normal. Entonces, 19 años en un solo gobierno que tomó todos los poderes, todas las maneras en que podemos escogerlos y los organismos que antes solían defendernos, y ahora nos atacan, me hizo ver que aunque exista una salida, es una bastante remota, complicada. Pero todo el mundo cree que yo debería tenerla clara. Hay en Venezuela una obligación tacita de tener un plan, una idea: “no, lo que necesitamos es seguir marchando”, “aquí hace falta intervención extranjera”, “necesitamos un verdadero dirigente”. Yo me pregunto cómo sacan esas conclusiones tan rápido y con tanta seguridad. Admiro la constancia y la fuerza con la que luchan por estos ideales, pero a mí lo único que me genera esta incertidumbre de cómo recuperar este país hundido en todos los tipos de miseria que se puedan mencionar, es la cara del quesillo.

No es indiferencia, porque a pesar de todo, Venezuela es mi país y lo quiero mucho, pero simplemente no sé en qué ni en quién confiar. ¿Las manifestaciones? Hasta hoy, 21 de abril, van dos semanas llenas de ellas, y yo no veo que pase nada. Cabello aún quiere matarnos a todos y Maduro sigue bailando salsa (y Roque Valero jalando bolas,  pero eso no creo que deje de pasar nunca), por lo tanto, no me voy a parar a decir: “Venezuela, hay que seguir marchando” ¿Por qué? (y por qué la gente debería hablar con más delicadeza del asunto) porque las manifestaciones incluyen heridos, muertes; hay que dejarse de paja: este año la represión no tiene límites (y los colectivos que no tienen perdón). “Ah bueno, entonces ¿qué sugieres tú que hagamos?”. Cara del quesillo.


Yo me dejo que me digan lo que quieran: que no me interesa, que soy una cobarde, escuché que ahora está de moda decir “traidor” incluso del lado opositor, adelante. Porque la que lleva 19 años viendo (a veces yendo) a marchas, la que vio un Manuel Rosales, un Capriles, el encierro de Leopoldo, y al mismo tiempo a Chávez mandar a lanzar gas del bueno y a Maduro decir “mariposón”, soy yo. Me están ofreciendo un quesillo, que bueno que tengas las mejores intenciones, pero es que no me gusta. Me da esperanza la señora frente a la tanqueta, el muchacho desnudo, los de la Central auxiliando a los reprimidos, pero a la mañana siguiente me encuentro con cosas como que los opositores pertenecen al río de mierda que es el Guaire ¿recuerdan? ¿Aquél en el que Chávez prometió una vez que nos bañaríamos?

Verónica Florez

viernes, 21 de abril de 2017

Un estudiante de la Escuela de Economía

Gracias a Verónica Regardiz, Presidenta Adjunta de Gestión Economía UCV, comparto las siguientes líneas, en las cuales reposa el corazón de una Escuela y el sentir de un nuevo país.

Dedicado a Carlos José Moreno Barón

Había sonado la hora para toda aquella juventud que soñaba con las grandes acciones.
Las lanzas coloradas, Arturo Uslar Pietri

.
.
.
Carlos, escogimos la misma carrera, decidimos, además, estudiarla en el mismo sitio, formarnos bajo los mismo valores y bajo la tutela de los mismo profesores.

Pero más importante aún, ambos soñamos con una Venezuela libre, con oportunidades, con futuro. Donde nuestros paisanos no tengan que morir en salas de espera de hospitales por falta de insumos o comer de la basura, donde la gente no tenga que lanzarse a uno de los ríos más contaminados del mundo para evitar la tortura de las fuerzas del estado, donde el dinero alcance y donde podamos ejercer nuestra profesión y formar una familia.

Por eso, salimos a la calle hoy, pero tú no volviste a casa. Lamentablemente no verás ese país de tus sueños, por eso decidí mañana vestir de negro en tu honor, y no dejar las calles, no abandonar nuestra lucha. 

Y Carlos, que en paz descanse tu alma.



Un estudiante de la Escuela de Economía

Dos pies, el orgullo herido y una bandera rota


Primero que nada, estoy bien físicamente. Emocionalmente, no tanto. Hoy experimenté más emociones que en los 22 años de vida que tengo. He ido a muchas marchas, entre ellas incluyendo el día que mataron a Bassil Da Costa aquel 12 de febrero de 2014. Estando allí cuando se escucharon los primeros disparos, y corriendo y cayéndome al suelo para salvar mi vida. Hoy, sin embargo puedo decir que no corrí, caminé. Me aposté a pasos de las tanquetas y así como nos reprimían, así dábamos un paso adelante y uno atrás. Entre saltos esquivando bombas, y escuchando ruidos aterradores, caminé, y caminé y caminé, y me sentí impotente, me llené de rabia pero no sabía qué decir, porque con decir no hacía nada. Mientras caminaba había gente desmayándose a mi alrededor porque el olor de las bombas es muy arrecho. La sensación que quema tu piel, es algo que realmente no puedo, no sé describir. Decir que tengo más bolas que muchos en este país, no. No quiero decir eso, porque si algo experimenté hoy fue miedo. Miedo del malo, del que te paraliza, del que te asusta y no sabes qué hacer, para dónde agarrar o cómo reaccionar ante tanto caos. Y mientras reflexiono todo lo que viví hoy, muchos chamos como yo están ahí afuera aún, defendiendo su libertad. Mientras escribo esto, me tiemblan las piernas y las manos porque quisiera decir que hubo algo más, que yo también sucumbí a la violencia, y ataque, pero no lo hice. No lo hice. Y me da vergüenza sentirme así.

Una experiencia más de una venezolana cualquiera

Pasaba la resaca de una noche agitada, soñando en brazos del amor (bálsamo en estos tiempos de guerra) cuando vibra el teléfono de mi pareja en la mesa de noche. Me despierto agitada y aturdida aún por los vestigios del vino (¡Dulce evasión!). Mi acompañante se levanta con resignación a contestar la llamada.
-Hola, sí, ya te la paso.
No me dice nada, solo me muestra el número que aparece en la pantalla.
De pronto siento un golpe en el pecho, fuerte y desgarrador. Era mi hermana. Ella y mi padre, dos de las personas más importantes de mi vida, habían decidido el día anterior ir a protestar en la concentración que tenía lugar en Plaza la Estrella.
-Aló, ¿Qué pasó?
-Gabriela-dice mi hermana, con la respiración entrecortada y la voz temblorosa- están disparando, mataron a alguien… El muchacho, no sabemos… Estoy aquí encerrada en la parte de abajo del edificio. Papá está muy mal, creo que se le subió la tensión.
Me incorporo violentamente de la cama y comienza mi cabeza a maquinar las peores imágenes posibles. Mi pareja me mira, preocupado. Comienza a salir de mi boca una cascada de palabras vulgares, que ni yo misma entiendo.
-¡No salgan más, Cristina! Por Dios, no salgan más. ¡Qué cagada! Yo sabía que no dejarían que una protesta se llevara a cabo en el Oeste de Caracas, ¡Hay demasiados colectivos! Quédate ahí, por el amor de Dios, no te separes de la tía.
Por favor, hermana mía, no te expongas más. No podría soportar la idea de perderte, de perderte en vano por culpa de un gobierno que ha robado tu futuro. Sin embargo, entiendo tu rabia y tu ansiedad. Ahora mismo, tengo más ganas que nunca de volver a la calle y de enfrentar este miedo que corroe mis entrañas.

jueves, 20 de abril de 2017

19A

Fotografía de Víctor Márquez
Arden las calles de 23 estados. Arden tanquetas en San Antonio. Arden guardias nacionales, por culpa de “molotovs”. Arden miles de gargantas, miles de ojos, miles de narices; miles de estómagos por el hambre. Pero más importante, arden corazones. Arden de impotencia, de arrechera, de dolor. Arden por Carlos José Moreno, por Bassil Da Costa. Aún.
Hoy 19 de abril, por primera vez en mi vida, como el chamo del reportaje de Prodavinci, salí a marchar. No voy a decir que salí a marchar para defender lo indefendible, no voy a decir que salí a defenderte a ti, a tus hijos, ni siquiera para defenderme a mí. Fui principalmente para drenar un poco; para, al igual que los demás, volcar mi impotencia en una caminata. Caminé con cientos de miles desde Chacao hasta El Rosal, por la autopista Francisco Fajardo. Vi a los heridos y sentí el ardor del gas cuando la comisión de Primeros Auxilios me pasó por un lado.
Estando aproximadamente a veinte metros del “piquete” de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) se comenzó a sentir el gas, se comenzó a ver el humo, se apersonó el miedo, burlón y abusador. La arremetida, quizá la séptima, quizá la vigésima, fue brutal. Al menos diez cartuchos lacrimógenos volaron contra los manifestantes. Al momento de replegarse pasó lo que, quizá, nunca esperé. Teníamos rato escuchando que los mismos manifestantes gritaban “quién se devuelva es chavista”, “si te devuelves eres un traidor” y cosas por el estilo. Pero cuando tocó replegarse por la inmensa cantidad de gas una parte de la misma marcha se plantó, impidiendo la retirada de heridos y asfixiados, mientras gritaban improperios. Jamás había experimentado tanto miedo. Ver a la gente convertirse en lo que tanto critican, verlos impedir el rescate de sus “hermanos opositores”. Ver que no razonaban, que no entendían.
La gente, ante el bloqueo de sus conciudadanos y las repetidas arremetidas de la guardia, decidió saltar un muro de al menos cuatro metros. Sí señores, la gente decidió recurrir al Guaire como una “buena” opción. Ah pues, si yo fui uno. La consecuencia: deberíamos inyectarnos Toxoide, una vacuna contra la inmundicia de ese baño gigantesco que atraviesa la ciudad.

Jamás he sido optimista, nunca lo he querido. Hoy, lamentándolo mucho, llegué a una conclusión a la que no quería llegar. Este país tiene muy pocas posibilidades de cambiar pronto. Muy pocas desde el momento en que los marchantes deciden entorpecer la labor de primeros auxilios y tachar a todo el que se devuelva de “chavista traidor”. Muy pocas desde que la gente crítica las políticas alimenticias y luego va corriendo por su "Carmet de la patria".

Víctor Márquez

#19A Desde la distancia...

Fotografía de Leo Álvarez
.
.
.

La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido.
Milan Kundera

Como siempre que mi país es víctima de violaciones, vuelvo a este pequeño espacio, abandonado por mi falta de constancia. Nuevamente me toca presenciar la masacre desde la distancia por razones insustanciales y, quizás por ese motivo, no sea la mejor para dirigirme a quien sea que lea estas líneas; pero, aun así, lo haré porque todos tenemos cosas por dentro consumiéndonos.

Durante aproximadamente cinco años he sufrido muchas decepciones políticas. Para quienes se han encontrado con mis entradas anteriores sabrán que hace mucho dejé de creerle a la MUD y que jamás he sido partidaria del oficialismo; tampoco he sido miembro activo de los movimientos estudiantiles ni me he amalgamado a protesta alguna. Más que indiferencia –porque sigue doliéndome, por favor– me acostumbré a sentir resignación; vivir en un estado (con minúscula) delincuente destruye incluso las más tiernas ilusiones. Pueden juzgarme abiertamente si lo desean, algunos no somos tan valientes como para sobreponernos a la realidad.

Obviando las excusas, yo decidí mantenerme en silencio hasta ahora porque para criticar siempre es necesario tener bases sólidas, ser parte de la solución en vez de aportar más elementos negativos. No obstante, sigo observando.

Hace un par de días –o semanas, perdí la noción del tiempo– tuve un roce ligero con un profesor de la universidad porque confesé, quizás imprudentemente, que los tiempos que corren nos hacen pensar en atrocidades. Porque, siendo honestos, ¿cuántos no creemos que en este país absurdo está muriéndose la gente equivocada? Aquí se asesina al estudiante que regresa a casa, fallece el enfermo por la ausencia de asistencia médica, padecen las familias ante la falta de recursos para completar la comida del día… Mientras bestias vestidas como hombres mienten descaradamente, aniquilan el Estado de Derecho y ordenan –desde los medios de comunicación autocensurados– maltratar despiadadamente a quienes intentan oponérseles.

Nos educan para que seamos seres razonables, para que velemos por el otro e impulsemos la creación de sociedades útiles, pacíficas, idóneas; pero nadie nos prepara para recibir el odio irracional del “hermano” –defensor de ideales, amante del poder o pobre ignorante– desea aniquilarnos a punta de insultos y gas lacrimógeno. Nos piden control, pero vivimos presas del miedo, la rabia y la tristeza.

Ayer presenciamos el acostumbrado panorama: muertos, represión y voluntad insatisfecha. Ayer asesinaron a ocho personas, atacaron violentamente a seis millones de manifestantes y se burlaron de docenas de hombres y mujeres que para sobrevivir tuvieron que hundirse en lo más pútrido de la ciudad. Ayer el presidente de la República festejó en plena cadena nacional cuán fácil le resultó callar al 80% del país. Ese ayer se repitió hoy, pronosticando un ciclo trágico e incierto, obligándonos a preguntar: ¿y mañana qué?

Veo con preocupación y recelo a una oposición que aclama “elecciones, elecciones ya” cuando a su alrededor los venezolanos se remueven inquietos e incómodos; particularmente, me suena insuficiente para un país que ya ha sacrificado demasiado. Hay mucha confusión, visualizar un futuro a estas alturas suena hasta irreal. Y la falta de un plan solo causa desastres mayores porque la desorientación ha convertido el regreso de la inútil rutina algo más aterrador que violenta opresión.


Hoy me siento más impotente que nunca. Sé que no soy la única; independientemente del lugar desde el cual participemos o presenciemos los hechos… una parte desconocida de nosotros se despierta ante esa sensación de futilidad. Señores, aquel que sale calle a defender sus derechos y regresa a casa sintiendo que aún no lo ha dado todo… mañana será libre para realizar cualquier cosa. Y cuando lo haga… yo espero que no tengamos que preguntarnos qué pasará después con los pedazos de este agónico país.


ANEXO