Pasaba
la resaca de una noche agitada, soñando en brazos del amor (bálsamo
en estos tiempos de guerra) cuando vibra el teléfono de mi pareja en
la mesa de noche. Me despierto agitada y aturdida aún por los
vestigios del vino (¡Dulce evasión!). Mi acompañante se levanta
con resignación a contestar la llamada.
-Hola,
sí, ya te la paso.
No
me dice nada, solo me muestra el número que aparece en la pantalla.
De
pronto siento un golpe en el pecho, fuerte y desgarrador. Era mi
hermana. Ella y mi padre, dos de las personas más importantes de mi
vida, habían decidido el día anterior ir a protestar en la
concentración que tenía lugar en Plaza la Estrella.
-Aló,
¿Qué pasó?
-Gabriela-dice
mi hermana, con la respiración entrecortada y la voz temblorosa-
están disparando, mataron a alguien… El muchacho, no sabemos…
Estoy aquí encerrada en la parte de abajo del edificio. Papá está
muy mal, creo que se le subió la tensión.
Me
incorporo violentamente de la cama y comienza mi cabeza a maquinar
las peores imágenes posibles. Mi pareja me mira, preocupado.
Comienza a salir de mi boca una cascada de palabras vulgares, que ni
yo misma entiendo.
-¡No
salgan más, Cristina! Por Dios, no salgan más. ¡Qué cagada! Yo
sabía que no dejarían que una protesta se llevara a cabo en el
Oeste de Caracas, ¡Hay demasiados colectivos! Quédate ahí, por el
amor de Dios, no te separes de la tía.
Por
favor, hermana mía, no te expongas más. No podría soportar la idea
de perderte, de perderte en vano por culpa de un gobierno que ha
robado tu futuro. Sin embargo, entiendo tu rabia y tu ansiedad. Ahora
mismo, tengo más ganas que nunca de volver a la calle y de enfrentar
este miedo que corroe mis entrañas.
¡Qué
dolor tan profundo! Imagino el llanto de la madre del joven Carlos,
el dolor más grande que cualquier ser humano puede experimentar en
la tierra; aquel de ver morir a tu hijo, a tu padre, a tu hermano o a
tu amante en manos de viles asesinos, sabiendo de antemano que no
habrá justicia para ese acto tan atroz y que, para rematar, el
gobierno lo negará todo; incluso manchará la memoria del fallecido
negando la naturaleza de su pérdida.
Temo
no poder regresar a mi casa esa noche, por lo que espero a que las
cosas se calmen un poco (vano intento). Por suerte, llego a mi
edificio sin mayores contratiempos, a pesar de que las calles a esa
hora siguen llenas de gente todavía ¡Gente que arde, sufre y
espera! ¡Esperar, siempre esperando! Qué
terrible actúa la esperanza en los hombres, que nutre sus corazones
aún en los mayores momentos de resignación.
Cae
la noche y siguen las protestas. Han muerto dos jóvenes hasta el
momento. Ni un solo canal nacional propicia información a los
televidentes sobre lo que tiene convulsionado al país. Sin embargo,
la estación de Radio Caracas Radio se mantiene activa. Escuchamos la
radio, esperamos, esperamos… Ni la mente ni el corazón nos
permiten consuelo, la realidad hoy es demasiado fuerte como para
poder evadirse en los libros o en el piano. Así, entre la
impotencia, las noticias publicadas en Twitter y el sonido abrumador
de las cacerolas, pasamos otra noche más los venezolanos.
El
ambiente al día siguiente es tenso. Se respira en el aire la
preocupación de cada uno de los que habitamos en este pedazo de
tierra. Salgo a las calles de la Candelaria y solo observo, observo y
espero, como de costumbre: la señora de las empanadas habla con un
cliente sobre los presuntos saqueos que han ocurrido a nivel
nacional, la señora parece consternada por la realidad, le preocupa
su hija, que está en quinto año de bachillerato.
En
el mercadito ha llegado leche en polvo, ¡Qué emoción! Pensaban
aquellos que la veían colocada en el estante. Todos los que por ahí
pasaban se horrorizaban con el nuevo precio del producto. ¡17mil
bolívares! “¿Quién coño e’ madre puede pagar eso?” Nada más
el presidente de la República, será.
Todas
las señoras que hacen la cola para pagar los pocos vegetales que
llevan (todavía lo más económico) están hablando de lo ocurrido
anoche. Nadie sonríe, nadie está feliz; si hay sonrisas, son solo
llenas de sarcasmo y resignación. Ha llegado el aceite de oliva,
varias personas se acercan para ver el precio (yo ni lo intento) y
exclaman “¡Qué barbaridad! ¡47mil bolívares! ¡Dios mío!”
Una de las señoras se queda viendo el aceite de cerca y suspira, la
escucho murmurar: “ummm, qué rico, qué rico era.”
Entran
unos policías al establecimiento y no puedo ocultar mi cara de asco.
Los odio, siento un odio que nace en mis entrañas, ahí mismo donde
se refugia el miedo. Siento que es tan grave mi repulsión, que ellos
son capaces de percibirla a través de mi quemante mirada (no solo la
mía, sino la de miles). Seguramente venían de reprimir la pequeña
protesta que se estaba gestando en San Bernardino, la cual estaba
compuesta en su mayoría por personas mayores. La pude presenciar de
manera directa y vi el momento en el que sacaban las armas para
amedrentar al pueblo…
Veo
tantos rostros preocupados, tantos precios elevados, tanta escasez de
comida a mi alrededor que comienzo a marearme. Me siento mal, quiero
ahí mismo gritar a los cuatro vientos mi desprecio hacia el
gobierno, quiero llorar, patear, incluso por mi mente pasa la imagen
de mis manos hiriendo a algunos de los dirigentes oficialistas. Nunca
me he considerado una persona violenta, más bien bohemia, aun así,
quisiera hacerles daño y vengar las terribles muertes de nuestros
muchachos. ¡En qué nos ha convertido este país!
Qué
dolor tan profundo, qué espera tan agónica. ¡Esta tierra debe
estar maldita! ¿Cómo es posible que este pueblo esté condenado a
tantas innumerables desgracias? No me respondas, yo sé, yo sé la
respuesta. Me dirás que siempre existe una relación entre los
eventos y que estamos pagando los pecados de quienes nos precedieron,
que Venezuela solo ha sido una serie de errores uno detrás del otro…
No me respondas, yo lo sé, todos lo sabemos, aun así, cómo duele
esta abrumante realidad, este futuro masacrado.
Por
más que intentemos evadirnos en el día a día, ya sea con la
universidad, el colegio, el trabajo, los amigos, las cervezas, el
futbol, los libros, el teatro… Al final nuestra realidad venezolana
siempre nos alcanza; al final del día, siempre terminamos por
derramar unas cuantas lágrimas, para luego volver a empezar. Como
diría Rómulo Gallegos: “¡Oh raza buena y noble, que ama, sufre y
espera!”
Gabriela González Pena
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