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Milan Kundera
Durante aproximadamente
cinco años he sufrido muchas decepciones políticas. Para quienes se han
encontrado con mis entradas anteriores sabrán que hace mucho dejé de creerle a
la MUD y que jamás he sido partidaria del oficialismo; tampoco he sido miembro
activo de los movimientos estudiantiles ni me he amalgamado a protesta alguna.
Más que indiferencia –porque sigue doliéndome, por favor– me acostumbré a
sentir resignación; vivir en un estado (con minúscula) delincuente destruye incluso
las más tiernas ilusiones. Pueden juzgarme abiertamente si lo desean, algunos
no somos tan valientes como para sobreponernos a la realidad.
Obviando las excusas, yo decidí
mantenerme en silencio hasta ahora porque para criticar siempre es necesario
tener bases sólidas, ser parte de la solución en vez de aportar más elementos
negativos. No obstante, sigo observando.
Hace un par de días –o semanas,
perdí la noción del tiempo– tuve un roce ligero con un profesor de la
universidad porque confesé, quizás imprudentemente, que los tiempos que corren
nos hacen pensar en atrocidades. Porque, siendo honestos, ¿cuántos no creemos
que en este país absurdo está muriéndose la gente equivocada? Aquí se asesina
al estudiante que regresa a casa, fallece el enfermo por la ausencia de
asistencia médica, padecen las familias ante la falta de recursos para
completar la comida del día… Mientras bestias vestidas como hombres mienten
descaradamente, aniquilan el Estado de Derecho y ordenan –desde los medios de
comunicación autocensurados– maltratar despiadadamente a quienes intentan
oponérseles.
Nos educan para que seamos
seres razonables, para que velemos por el otro e impulsemos la creación de
sociedades útiles, pacíficas, idóneas; pero nadie nos prepara para recibir el
odio irracional del “hermano” –defensor de ideales, amante del poder o pobre
ignorante– desea aniquilarnos a punta de insultos y gas lacrimógeno. Nos piden
control, pero vivimos presas del miedo, la rabia y la tristeza.
Ayer presenciamos el
acostumbrado panorama: muertos, represión y voluntad insatisfecha. Ayer
asesinaron a ocho personas, atacaron violentamente a seis millones de
manifestantes y se burlaron de docenas de hombres y mujeres que para sobrevivir
tuvieron que hundirse en lo más pútrido de la ciudad. Ayer el presidente de la
República festejó en plena cadena nacional cuán fácil le resultó callar al 80%
del país. Ese ayer se repitió hoy, pronosticando un ciclo trágico e incierto, obligándonos
a preguntar: ¿y mañana qué?
Veo con preocupación y
recelo a una oposición que aclama “elecciones, elecciones ya” cuando a su
alrededor los venezolanos se remueven inquietos e incómodos; particularmente,
me suena insuficiente para un país que ya ha sacrificado demasiado. Hay mucha
confusión, visualizar un futuro a estas alturas suena hasta irreal. Y la falta
de un plan solo causa desastres mayores porque la desorientación ha convertido el
regreso de la inútil rutina algo más aterrador que violenta opresión.
Hoy me siento más impotente
que nunca. Sé que no soy la única; independientemente del lugar desde el cual
participemos o presenciemos los hechos… una parte desconocida de nosotros se
despierta ante esa sensación de futilidad. Señores, aquel que sale calle a
defender sus derechos y regresa a casa sintiendo que aún no lo ha dado todo…
mañana será libre para realizar cualquier cosa. Y cuando lo haga… yo espero que
no tengamos que preguntarnos qué pasará después con los pedazos de este agónico
país.
ANEXO
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