Argumento
Fahrenheit
451. La temperatura a la que el papel se enciende y arde. Como 1984 de George Orwell, como Un mundo feliz de Aldous Huxley,
Fahrenheit 451 describe una civilización occidental esclavizada por los media,
los tranquilizantes y el conformismo. La visión de Bradbury es asombrosamente
profética: las pantallas de televisión ocupan paredes y exhiben folletines
interactivos, unos auriculares transmiten a todas horas una insípida corriente
de música y noticias, en las avenidas los coches corren a 150 kilómetros por
hora persiguiendo a peatones; y el cuerpo de bomberos, auxiliados por el
Sabueso Mecánico, rastrea y elimina a los disidentes que conservan y leen
libros.
***
Durante
el año 1953 finaliza la Guerra de Corea e inicia la Guerra Fría; Arthur Miller
publica Las brujas de Salem y el señor George Marshall gana el Premio Nobel de
la Paz; se lanzan al mercado las primeras televisiones en color y el programa I Love Lucy alcanza el 68% de audiencia
estadounidense. 1953 es un año de recelo internacional por causa de bombas
atómicas, golpes de estado, persecuciones políticas… y es también el año del
escándalo nacional en Estados Unidos, pues Hugh Hefner funda la revista Playboy que comprará por 400 dólares la
pequeña ilusión de Bradbury titulada Fahrenheit
451.
Decir
que esta obra nació en un contexto complejo explicaría inicialmente los motivos
–bien declarados por el autor en el posfacio del libro- que encierra: desnudar
no solo el terror del Estado ante los individuos que piensan y saben demasiado,
sino declarar la absurda banalidad que las masas prefieren digerir con tal de
mantenerse felices. Fahrenheit 451 no
es una simple advertencia sobre la degradación progresiva de una sociedad cada
vez más materialista, mediocre y conformista; es el reflejo de una enfermedad
que los lectores del siglo XXI pueden percibir con mayor claridad que los del
siglo XX.
A
pesar de todas las virtudes que pueden enumerarse sobre Fahrenheit 451 –sus personajes, el ambiente, etc.–, resulta
necesario destacar la prosa de su autor. Ray Bradbury escribe con una pasión
abrumadora, su gusto literario se percibe, más que en citas y construcciones
paródicas, en el delicado esfuerzo de trazar con una riqueza de imágenes
literarias un mundo vil y empobrecido. Construir a Montag fue recrear el alma
de un lector recién iniciado, la réplica de la curiosidad natural del hombre
por entender al mundo y entenderse a sí mismo; aquí, amar la literatura
adquiere una connotación profunda que se aleja de la preservación del texto
escrito, implica absorber el sentido de la palabra, pues esta es la única
garantía de resguardarla aun cuando el papel haya ardido.
-¿Cómo despertó? ¿Qué le sacó la antorcha de las manos?-No sé. Tenemos lo necesario para ser felices y no lo somos. Algo falta. Buscó a mí alrededor. Solo conozco una cosa que haya desaparecido: los libros que quemé durante diez o doce años. Pensé entonces que los libros podrían ser una ayuda.
-…No son libros lo que usted necesita, sino algunas de las cosas que hubo en los libros. …Los libros eran solo un receptáculo donde guardábamos algo que temíamos olvidar. No hay nada de mágico en ellos, de ningún modo. La magia reside solamente en aquello que los libros dicen; en cómo cosen los harapos del universo para darnos una nueva vestidura.
Bradbury
no escribió una gran novela distópica sobre las consecuencias de un mundo sin
libros, escribió una pequeña novela sobre la experiencia de un hombre común con
respecto a la lectura. El impacto de esta obra no está en sus deliciosos
pasajes, tampoco en su extraño final; está en cómo se adentra el espíritu de su
protagonista en el lector, permitiendo una retroalimentación incomparable. Por
ello, lo mejor de ella es su vigencia universal: cualquier hombre o mujer que
disfrute leer, la disfrutará porque sentirá la insurrección de Montag en carne
propia.
Es
innegable admitir que esta novela seduce por el carácter apocalíptico que
presenta; los acontecimientos parecen una parodia fantástica de la vida urbana,
patéticamente imposible. Nadie sueña con ser Mildred, todos creen ser Clarisse
–soñadores inconformes– o el Capitán Beatty –capaces de dominar el
conocimiento–. Sin embargo, pocos alcanzan siquiera a asemejarse a Montag,
quien oscila entre la ignorancia impuesta y el inflamable deseo de comprender
la verdad tras la imposición. El juego de una obra distópica plantea la
desgracia de un futuro demasiado cercano para ser evadido y, a su vez, apela a
la conciencia del lector para convertirlo en un combatiente: piensa y actúa o
déjate consumir.
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