Cuando vives en un país
carente de libertades, donde abundan la miseria y el hastío, es difícil decir
algo que tenga peso sobre la indiferencia de los demás. Hace meses que yo misma
me convertí en promotora de la autocensura porque hay veces donde la voz, aun
cuando suena como un potente alarido, se pierde en la inmensidad del silencio. La
conciencia de esto deriva en dolor y tristeza. No hay un día que no me pregunte
casi de manera accidental qué sucederá al día siguiente y qué puedo hacer para
remediarlo.
Me da miedo percatarme de
que la respuesta suele ser una variación de la palabra incertidumbre; la
realidad es que no puedo hacer nada salvo repetirme banalidades: se acerca el fin de la dictadura, vendrán
tiempos mejores. Banalidad que es precuela de una incógnita más incómoda:
¿a qué precio estamos pagando por el futuro que soñamos? ¿Cuál futuro estamos
soñando? ¿Sabemos lo que implica el futuro?
Me cuesta creer que alguien
sueña en medio de este estado de sitio permanente en el que vivimos los
venezolanos. Es fácil dejarse seducir por un discurso apasionado sobre la
libertad, la igualdad y la defensa de los derechos humanos; pero cuando las
palabras no se reflejan en la realidad solo acabamos sintiéndonos mediocres,
incapaces, fútiles. El gigante que llevamos dentro se convierte en un enano, el
alma joven acaba por envejecer, la voluntad abandona y la esperanza se torna una
larga espera.
Hoy en día los venezolanos
solo sabemos esperar.
Esperar que el regreso a
casa ocurra sin incidentes; esperar la llegada del día de la semana que nos
toca para comprar en el supermercado; esperar que el dinero alcance hasta la
siguiente quincena; esperar elecciones lejanas e inciertas envueltas en
suposiciones; esperar intervenciones de organizaciones internacionales que rara
vez voltean la mirada hacia nuestro pedacito de mundo; esperar que nuestros
familiares y amigos no sean solo un titular de prensa; esperar no tener que
tomar la difícil decisión de comprar un boleto para un viaje sin retorno desde
Maiquetía.
Solo esperamos sobrevivir
entre las cortinas de humo fabricadas por los criminales que gobiernan el país.
Sobrevivimos porque es lo
único que nos queda.
La política es obscena en
cualquier rincón del mundo. Este país no es la excepción. Jamás se ha pensado
en una verdadera unidad. Nuestra sociedad está construida con sectores aislados
que avalan por sus propios derechos. Todos olvidamos que también existen
deberes, así como nos olvidamos que existe el otro. De eso nos ha servido la
viveza a los venezolanos: nos es fácil obviar aquello que nos resulta incómodo.
La alegría es ahora recelo y la confianza es sinónimo de temor.
Escribió Umberto Eco en El nombre de la rosa que “en este ocaso
somos aun antorchas, luz que sobresale en el horizonte”. Me gustaría ser estas
palabras, me gustaría que todos tuvieran la intención de serlas. Sin embargo,
el horizonte se hace cada vez más difuso y la luz lentamente pierde intensidad.
Ya no creemos en nadie y pese a ello tenemos la voluntad de creer en algo: el
estado de sitio no será eterno porque los hombres pasan pero las instituciones
quedan.
Pienso que todos, sin
importar ideales políticos, estamos quebrados por dentro. La historia del país
nos ha heredado una terrible costumbre: ser un pueblo que no se rinde, pero que
olvida con facilidad. Hoy Bolívar solo es una carga personal; siendo el pilar
de nuestra cultura nos condenó a ser incapaces de vivir en su ausencia.
Venezuela se construyó bajo la figura de un conquistador. Y por ello los
venezolanos no sabemos vivir sin un modelo similar. Lo cierto es que lo que
conocemos como democracia tiene el mismo sabor de la desilusión y la misma
consistencia del petróleo del cual dependemos.
Sigo pensando, porque mi
corazón se inclina en esa dirección, que el país tiene potencial. No obstante,
ya no quiero engañarme afirmando que somos capaces de llegar al nivel de los
países “de primer mundo”. No quiero engañarme diciendo que podemos ser el mejor
país del mundo. Especialmente cuando mientras escribo personas sin nombre
mueren en las calles por causa del hampa y el presidente –minúsculas- ejecuta en
la frontera una aberrante versión revolucionaria de La noche de los Cristales
Rotos.
Tenemos potencial, pero
pareciera que estamos condenados a descubrir para qué; o por lo menos estamos
condenados a esperar por un país que después de doscientos años de historia
continúa construyéndose con las piezas recicladas de un ídolo roto.
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