sábado, 16 de julio de 2016

Los niños de Gaiman



Argumento [Roca]
Hace cuarenta años, cuando nuestro narrador contaba apenas siete, el hombre que alquilaba la habitación sobrante en la casa familiar se suicidó dentro del coche de su padre.
Este acontecimiento provocó que antiguos poderes dormidos cobraran vida y que criaturas de más allá de este mundo se liberaran. El horror, la amenaza, se congregan a partir de entonces para destruir a la familia del protagonista.

Su única defensa la constituirán las tres mujeres que viven en la granja desvencijada al final del camino. La más joven de ellas, Lettie, afirma que el estanque es, en realidad, un océano. La mayor dice que recuerda el Big Bang.

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La obra literaria de Neil Gaiman se caracteriza por su amplitud no solo en cuanto a los géneros que abarca (terror, fantasía, ciencia ficción…), sino al público que está destinada. Sus obras más emblemáticas son la serie de historietas El hombre de arena (The Sandman, 1988-1996) y la novela American Gods (2011), aunque mi aproximación a este autor se dio a través de otros libros menos afamados, clasificados en la categoría de literatura infantil/juvenil: El libro del cementerio (2008), Coraline (2002) y, ahora, El océano al final del camino (2013).

Una de las cosas más particulares y bellas de Gaiman es su capacidad para conectar con el lector, pues apela a experiencias que todo ser humano ha vivido: añoranza por el pasado, la nostalgia de la niñez. Hace un tiempo, una persona me comentó que Gaiman escribe literatura infantil para adultos; yo soy partidaria de esta opinión porque la oscuridad de la trama siempre queda eclipsada por la fantasía y cierta ingenuidad. Si bien la crítica ordena leer El principito más de una vez en la vida, humildemente declaro que las novelas de este británico deberían leerse al menos tres veces cada siete años.

Detengámonos entonces en El océano al final del camino. Al inicio de la novela, tenemos un protagonista que arriba a su pueblo natal por causa de un funeral; el primer rasgo de su personalidad se manifiesta: es un náufrago, está en la búsqueda de su hogar. Por lo tanto, llegará casi milagrosamente al lugar donde una vez se sintió a salvo: la granja de las Hempstock.

Esta novela recrea un viaje interior; sentado en un banquillo frente al estanque, nuestro narrador se pasea por sus recuerdos casi sin percatarse de ello. Sumergido en su memoria, así como Lettie se halla sumergida en el océano, empieza a detallar episodios insólitos de su vida; se hace testigo de su propia historia y, aunque al lector le parezca increíble, destaca las implicaciones de lo vivido por encima de los mismos eventos o seres sobrenaturales que están involucrados. El océano al final del camino nos incita a reflexionar sobre nuestros miedos y anhelos, sobre nuestras victorias y derrotas a lo largo del tiempo.

El elemento del océano plantea la vastedad, la infinitud, la totalidad. Frente a él cualquier cosa es posible, nada se le escapa. Tomando en cuenta este aspecto, la novela adquiere un matiz introspectivo muy notorio.

Un protagonista adulto que se transforma en un niño asustado y luego un niño asustado que se transforma en el protagonista adulto marca un ciclo: el narrador busca volver a su origen para comprender quién es en el presente, tal como la humanidad se obsesiona con descubrir los secretos del universo que permitieron la creación del mundo. Dicha idea se concreta hacia el desenlace de la novela, cuando se nos revela que aquel no es el primer regreso a la granja –al hogar– del protagonista, quien ha acudido a la sabiduría de las Hempstock con la esperanza de comprenderse a sí mismo.

—¿Y qué va a pasar ahora?
—Lo mismo que pasa siempre que vienes por aquí —dijo la anciana—. Volverás a casa.
—Ya no sé dónde está mi casa —les dije.
—Siempre dices lo mismo —dijo Ginnie.
Quiero destacar la ausencia del nombre. ¿Qué implica no saber el nombre del protagonista, quien además es el narrador? No es la primera vez que Gaiman juega con esto, ya que en El libro del cementerio el protagonista es bautizado como Nadie. El efecto más inmediato: reconocer que sin importar cómo se llama, el protagonista no tiene idea de quién es; su identidad la construye la misma novela, la lectura que cada persona hace de ella.

Lo fantástico del estilo de Gaiman es que nos permite ser parte de la historia, nos convierte en un elemento indispensable para descifrarla. Sus mundos fantásticos provocan angustia precisamente por ello; la aceptación de lo extraordinario produce un impacto terrible: ¿y si tuviera que llegar al final del camino? ¿Qué pasaría si mi curiosidad e ignorancia me arrastran a cruzar la puerta prohibida, como Coraline hizo una vez? ¿Cómo me sentiría perdido entre lápidas y epitafios, separado de la realidad gracias a una verja cual Nadie Owens?

El que promulgue “quería recuperar ese pasado, lo deseaba con toda mi alma” le será fiel eternamente. Los niños de Gaiman son los individuos que se permiten dedicarle tiempo a sus obras, descubriendo en ellas experiencias reales y amargas; la posibilidad de la pérdida de una parte vital del hombre (la niñez) se materializa en sus páginas para ser negada con violencia: “a veces los recuerdos de la infancia quedan cubiertos u oscurecidos por las cosas que sucedieron después, como juguetes olvidados en el fondo del armario de un adulto, pero nunca se borran del todo”.

En esta novela, recordar significa vencer el olvido y, además, anular los prejuicios atraídos por la madurez. Y así, lo genial de escritor radica en el hecho de obligarnos a aceptar lo que somos: niños que juegan constantemente a ser adultos.

Referencias


Gaiman, Neil. El océano al final del camino. Barcelona: Roca, 2013.

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