Ilustración realizada por Chronnellian |
En
el departamento donde vivo residen otras seis personas, mi familia más cercana:
mamá, abuelo, hermanos, prima y tía. De todos ellos, solo mi abuelo parece
estar 100% informado sobre los acontecimientos; mi madre es de las que escuchan
noticias de vez en cuando y mi tía suele enterarse de cualquier detalle por las
redes sociales. Abarcando tantos medios de comunicación cualquiera diría que
tengo acceso rápido, como otras miles de personas en este país, a las noticias;
y es verdad, siempre y cuando la información no esté manoseada por la censura.
Percatarme
de esto me hizo darme cuenta que tengo fácil acceso a todo, pero realmente dejó
de interesarme hablar sobre el tema. Cuando la respuesta floreció en mi mente
me avergoncé, porque la verdad es que no quiero estar indiferente ante los
problemas. Y en medio de mi vergüenza, supe que no estaba indiferente sino que
me acostumbre a pensar como el resto: no puedo hacer nada, así que… ¿de qué vale la preocupación?
En
mis entradas anteriores hablaba desde una posición contraria sobre este mismo
tema. Para mí lo que está mal es no hacer nada; es decir, cualquier cosa que
pueda hacerse, así sea pequeña, debe hacerse sin pensarlo demasiado. Hoy,
habiendo admitido que he caído en la costumbre mundana, me pregunto: ¿por qué
realmente hemos dejado de interesarnos? ¿Nos rendimos o se trata de algo más? Esta
indiferencia colectiva y autoimpuesta no está eximida del dolor, de la
frustración y del bochorno. Es una decisión difícil, que a su manera requiere
valor, admitir que estamos completamente atados de manos.
Posteriormente
comencé a pensar en mis padres. Dos personas que durante toda su vida se han
matado trabajando para mantenernos y que a pesar de haber progresado
laboralmente apenas ganan lo suficiente para cubrir los gastos y las deudas
acumuladas. ¿Por qué ellos no hablan de política? ¿Lo suyo es desinterés? No.
Sencillamente tienen algo más importante en lo qué pensar.
Lo
cierto es que estamos tan angustiados por los problemas cotidianos como la
falta de agua, electricidad y comida que no tenemos tiempo para sentarnos a
escuchar propuestas de los políticos, que a fin de cuentas acaban siendo meras
propuestas sin aplicación aparente o posible. Mi padre afirma que esta
subyugación es consecuencia de una estrategia por parte del gobierno: te quitan
todo para que comiences a preocuparte por ti mismo, restándole importancia a
los demás. Yo lo veo de manera similar, pero dudo que sea un plan ingenioso y
malévolo. Es simplemente una circunstancia de las malas decisiones que se
convirtió en una herramienta de doble filo.
De
alguna manera, este robo de la identidad del que somos víctimas es [¿o fue?] el
primer paso para una nueva sociedad. Una sociedad que, como bien lo aclaró Andrés Volpe en su escrito La identidad nacional, se ha ido gestando en las sombras, preparándose en silencio para
algún día –muy cercano a este presente incierto- explotar. Reafirmo lo dicho:
hay una chispa encendida que amenaza con destruirlo todo, una chispa que
algunos no toman en serio y otros no saben ni pueden controlar.
Es
extraño, pero los venezolanos nos estamos convirtiendo en una mutación
enfermiza cuya identidad nacional se convierte más en una identidad propiamente
individual, alejándose por completo de la idea del colectivo; cada quien posee
su propia lengua, sus propias tradiciones, sus propias concepciones por encima
de las de cualquier otro. Y esta vez no se trata de un proceso histórico del “Hombre
Vs. La Sociedad” sino de una involución que nos ha ido transformando en
animales: sobrevivimos en una jungla de concreto, sometidos a fieros cazadores
que se rigen por la ley del más fuerte.
En
Venezuela cada quien vive para sí mismo, para los suyos.
Durante
quince años nos han vendido los conceptos de nacionalismo, patriotismo e
identidad nacional (NPI) de tal manera que parecieran ir tomados de la mano, en
armonía. El NPI es un ideal del que nosotros mismos ni siquiera teníamos en
cuenta; un ideal que queda hoy resumido en unas siglas y nada más. Porque esas
tres cosas implican muchísimas otras que nosotros, los llamados venezolanos, no
tenemos, no sentimos y no compartimos: Soberanía nacional, amor patrio y
voluntad de acción.
¿Es
desinterés? ¿Es resignación? Tal vez solo sea miedo. La verdad es que no tengo
respuesta clara, solo me queda la sensación de que fui ultrajada, violada,
robada. Poco a poco fui consciente de que toda la fe que tenía en ese ideal,
que acabé comprando en rebaja, me fue arrebatada en algún momento. Lo tenía, lo
perdí y hoy me lamento profundamente por ello.
Aunque
sigo amando a este pedacito de tierra donde nací y me crie, no me siento parte
de ella; porque me han robado la garantía de que puedo vivir libre, me han
robado las oportunidades de crecer. Me siento exiliada de mi propio país,
siento que me han hecho renegar de mí misma. Lo que no significa que desee
perderme en este vacío para siempre. Significa que haré todo lo posible por
evitarlo, como me exige mi naturaleza. Porque a fin de cuentas soy y siempre
seré venezolana.
Ilustración realizada por Dari Rojas |
Simón Bolívar, Discurso de Angostura
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