En
el departamento donde vivo residen otras seis personas, mi familia más cercana:
mamá, abuelo, hermanos, prima y tía. De todos ellos, solo mi abuelo parece
estar 100% informado sobre los acontecimientos; mi madre es de las que escuchan
noticias de vez en cuando y mi tía suele enterarse de cualquier detalle por las
redes sociales. Abarcando tantos medios de comunicación cualquiera diría que
tengo acceso rápido, como otras miles de personas en este país, a las noticias;
y es verdad, siempre y cuando la información no esté manoseada por la censura.
Percatarme
de esto me hizo darme cuenta que tengo fácil acceso a todo, pero realmente dejó
de interesarme hablar sobre el tema. Cuando la respuesta floreció en mi mente
me avergoncé, porque la verdad es que no quiero estar indiferente ante los
problemas. Y en medio de mi vergüenza, supe que no estaba indiferente sino que
me acostumbre a pensar como el resto: no puedo hacer nada, así que… ¿de qué vale la preocupación?
En
mis entradas anteriores hablaba desde una posición contraria sobre este mismo
tema. Para mí lo que está mal es no hacer nada; es decir, cualquier cosa que
pueda hacerse, así sea pequeña, debe hacerse sin pensarlo demasiado. Hoy,
habiendo admitido que he caído en la costumbre mundana, me pregunto: ¿por qué
realmente hemos dejado de interesarnos? ¿Nos rendimos o se trata de algo más? Esta
indiferencia colectiva y autoimpuesta no está eximida del dolor, de la
frustración y del bochorno. Es una decisión difícil, que a su manera requiere
valor, admitir que estamos completamente atados de manos.