Cuando vives en un país
carente de libertades, donde abundan la miseria y el hastío, es difícil decir
algo que tenga peso sobre la indiferencia de los demás. Hace meses que yo misma
me convertí en promotora de la autocensura porque hay veces donde la voz, aun
cuando suena como un potente alarido, se pierde en la inmensidad del silencio. La
conciencia de esto deriva en dolor y tristeza. No hay un día que no me pregunte
casi de manera accidental qué sucederá al día siguiente y qué puedo hacer para
remediarlo.
Me da miedo percatarme de
que la respuesta suele ser una variación de la palabra incertidumbre; la
realidad es que no puedo hacer nada salvo repetirme banalidades: se acerca el fin de la dictadura, vendrán
tiempos mejores. Banalidad que es precuela de una incógnita más incómoda:
¿a qué precio estamos pagando por el futuro que soñamos? ¿Cuál futuro estamos
soñando? ¿Sabemos lo que implica el futuro?
Me cuesta creer que alguien
sueña en medio de este estado de sitio permanente en el que vivimos los
venezolanos. Es fácil dejarse seducir por un discurso apasionado sobre la
libertad, la igualdad y la defensa de los derechos humanos; pero cuando las
palabras no se reflejan en la realidad solo acabamos sintiéndonos mediocres,
incapaces, fútiles. El gigante que llevamos dentro se convierte en un enano, el
alma joven acaba por envejecer, la voluntad abandona y la esperanza se torna una
larga espera.
Hoy en día los venezolanos
solo sabemos esperar.