Recién
terminando de leer La Ladrona de Libros
y empapándome un poco de Vargas Llosa con La
Fiesta del Chivo, creo que acabo de recibir una inspiración divina que
viene acompañada de los hechos suscitados hoy en Venezuela. Este mes me he
dedicado a escribir mucho sobre mi país, en parte porque no tengo otra forma de
participar en la protesta que todos los estudiantes queremos efectuar, en parte
porque creo que mis palabras le llegarán a alguien fuera de estos límites, que
tal vez lograré que en el exterior algún gobierno voltee la mirada hacia la
pequeña Venecia y diga: Tenemos que hacer algo.
Lo
que me lleva a escribir hoy nuevamente es la represión, la tiranía, la imposición
de un régimen sobre un pueblo pacífico que quiere, por primera vez en años,
actuar. Lo que me lleva a escribir hoy es nuevamente el dolor que siento al ver
a mi país sangrar a punta de bombas lacrimógenas, balas, miedo y desesperanza.
Lo que me lleva a escribir es la pregunta de por qué tenemos que vivir sumidos
en odio, sumidos en desesperación, sumidos en penurias.
¡Cuánto
dolor produce conocer la verdad!
¡Cómo
hierve la sangre por la indignación!
¡Cuán
profunda es la pena que rellena nuestros corazones rotos!
Así quedó la Avenida Francisco de Miranda esta madrugada (vía AP_Reuters). Tomada desde El Universal. |
Hoy
el gobierno vuelve a mancharse las manos a causa de los cientos de estudiantes que secuestraron y encerraron
por ejercer su legítimo derecho: querer una Venezuela mejor, trabajar y luchar
por ella. Hoy nuestros jóvenes, nuestro futuro prometedor, fue atacado por la
espalda mientras reinaba la oscuridad en las calles y Nicolás Maduro dormía
tranquilamente en su cama. Hoy le rociaron gas pimienta en el rostro a la
esperanza, sepultaron con tierra la promesa de paz, allanaron los derechos de
un pueblo; hoy volvieron a demostrar que este régimen es opresor, que es
tiránico, que es dictatorial… que está liderado por monstruos que una vez
fueron humanos, que se dejaron seducir por la corrupción, la avaricia, el
egoísmo y la rabia.
Es
difícil pensar, estando en Venezuela, que la democracia es realmente el modelo
ideal de gobierno. Es difícil pensar, estando en Venezuela, que la democracia
tiene un rostro plácido. ¿Es democracia sentirse atado de manos y pies? ¿Es
democracia sentir miedo de salir a la calle, de tener pavor y nervio cada vez
que toca transitar los espacios que deberían representar nuestro espíritu? ¿Es
democracia tener que recorrer supermercados y abastos en busca de comida,
recibir una tarjeta de racionamiento por él? ¿Es democracia regalar los
recursos del país para alimentar los bolsillos de algunos y empobrecer el de
otros? ¿Es democracia no poder reconocerte en el otro, insultar y desairar a
quien comparte tus tradiciones, costumbres e historia? ¿Es democracia ser
acribillado a traición por entes que juraron proteger tus derechos a costa de
su vida? ¿Es democracia saber que la vida vale menos que algo material, que los
ideales enfermos y fantasiosos del que resguarda el poder valen más que tus
palabras?
Aparentemente,
la democracia es tener la obligación de pertenecer a un bando, de elegir un
lado y comportarte acorde a lo que sus líderes piden. Aparentemente, la
democracia es dejarse engañar por las palabras histéricas y rudas de una
cabecilla; es seguir como las ovejas al pastor; es tener la ilusión de
pertenecer a algo mientras elaboran pantallas de humo a tu alrededor. Realmente,
no sé qué será la democracia pero en Venezuela es sinónimo de ser ciego, sordo
y mudo; en Venezuela tiene la máscara de la sumisión, la humillación y el
dolor.
No
voy a decir que siempre me he ubicado al marguen de una tendencia política,
pero hoy en día me doy cuenta de que es precisamente esa necesidad absurda que
tenemos todos de vestirnos con un color la que hoy nos lleva a este agujero de
desesperación y confusión. Trato, lo intento con todas mis fuerzas, de entender
las motivaciones de ese compatriota ajeno a mis creencias; trato, de verdad que
lo intento, de entender cómo hacen para quedarse aprisionados en las cadenas de
un tirano, de un abusador, de un mentiroso. ¿Es agradecimiento por el
reconocimiento vago que les otorga? ¿Es agradecimiento por las palabras agridulces,
por las promesas incumplidas, por la oportunidad de ser parte de un movimiento
nuevo y suyo? No lo entiendo, no logro definirlo, pero para mí comienza a
parecerse a la locura, al delirio, a la indolencia.
Y
aun así, aunque vivo los abusos de un dictador, aunque padezco las consecuencias
de la inflación, aunque me obligo a quedarme en casa por la noche debido a la
inseguridad, aunque no me siento consciente del poder que tiene nuestra carta
magna… sigo creyendo que Venezuela no va a quedarse sepultada en esa quimera afrodisiaca
que ha creado el régimen chavista. Yo sí creo y lucho, a mi manera, porque
espero ver prosperar mi tierra; creo y lucho por esa Venezuela que soñó Bolívar
–el real, no esa imagen manipulada de hoy en día-; creo y lucho porque sueño con
mis hijos naciendo en estos confines de la tierra, correteando por el Parque
del Este, escalando el Ávila, bañándose en las costas venezolanas y recorriendo
los fantásticos y salvajes interiores del país; creo y lucho porque quiero
tener esperanza, porque confío en la gente, porque me niego a rendirme.
Mi
padre suele llamarme ilusa, mi madre suele aceptar mis palabras con una mirada
tierna que grita: “Ay, hija, que lejos estás de la realidad”. A ciencia cierta,
no creo poder decir algún día que tienen la razón. ¿Está mal soñar, creer,
confiar? ¿Está mal tener esperanza? ¿Está mal celebrar las protestas, quejarse
de las cadenas nacionales, ir en contra del gobierno? ¿Está mal querer con
todas las fuerzas dedicarle mil pensamientos, mil palabras, mil acciones a este
país tan hermoso que Dios sembró en la tierra? ¿Cómo puedo creer que está mal
querer la tierra donde nací? ¿Cómo puedo creer que los temblores y las lágrimas
que me produce escribir esto están mal, están equivocadas? ¿Cómo puedo creer
que sangrar, pelear, gritar por Venezuela no vale la pena, no tiene sentido?
Si
alguien me lo pregunta, lo que creo que está mal es repudiar al país que te ha acobijado
durante toda la vida; lo que está mal es mantenerse callado e indiferente al
tiempo que se asume la normalidad en las crueles y viles circunstancias; lo que
está mal es dejarse llevar por el odio de otros, por el llamado de la violencia
y la injuria; lo que está mal es aceptar que hay que rendirse sin antes
morderle el cuello a los ultrajantes; lo que está mal es olvidar porque eso
significa que las muertes, las desapariciones, los heridos, los apresados
fueron en vano. ¿Tan poco pesan quince años de constante sufrimiento?
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